Sacar a la nación de su supuesto “corsé de género” implicará hacer una afirmación fundamentalmente moral: “Ser transgénero es bueno”. Oponerse a esa afirmación será visto como retrógrado e irracional.

¿Cuál es la respuesta adecuada a este creciente desafío? Se pueden y deben decir muchas cosas, pero quiero enfocarme en dos obligaciones que tenemos como cristianos: (1) decir la verdad y (2) discipular en cuanto al género.

1. Decir la verdad
Debemos decir la verdad sobre lo que enseña la Biblia acerca del género. Entre otras cosas, la Biblia deja claro que existe una conexión normativa entre el sexo biológico y la identidad de género. La “conexión normativa” de la que hablo no está definida por la observación sociológica de que cierto porcentaje de la población experimenta su propio género de una manera que entra en conflicto con su sexo biológico. Esa norma sociológica no tiene en cuenta la caída del hombre y confunde lo que es con lo que debería ser. La norma por la que debemos regirnos es la norma que no es normada por ninguna otra: la Escritura.

En 2013, Slate.com publicó un artículo sobre un campamento juvenil para niños que no se conforman con los roles tradicionales de género. Es un retiro para niños prepúberes que se comportan de manera femenina. El campamento ofrece un lugar para que los padres y los niños se sientan “protegidos” mientras estos niños se expresan de maneras que normalmente no harían en público. El artículo incluye fotografías a todo color de niños con vestidos, desfilando por pasarelas, disfrazados de princesas, pintándose las uñas de los pies y maquillándose, todo bajo la mirada aprobatoria de sus padres sonrientes.

La Biblia nos proporciona un suelo firme bajo nuestros pies para que no tengamos que adivinar lo que significa ser hombre y mujer.

Una línea en particular del informe me parece especialmente reveladora. Dice: “Aunque se desconoce si los niños en el campamento eventualmente se identificarán como homosexuales o transgénero —o incluso si la manera en que se definen el género y la sexualidad en toda la sociedad evolucionará— el campamento les permite mirarse a sí mismos de una manera completamente diferente.” Ahora reflexiona sobre la completa confusión moral de esa afirmación.

Según este autor, no solo es desconocido el género de estos niños. También está en duda la misma definición de “género y sexualidad”. El autor admite que los revolucionarios sexuales y revisionistas de género realmente no saben adónde nos están tratando de llevar. Sin embargo, nos llaman con confianza —a nosotros y a nuestros hijos— a seguirlos… hacia el precipicio.

Ya se está reprimiendo a los padres que no permiten que sus hijos se comporten de maneras que transgreden el género. ¿Por qué? Porque ahora los investigadores dicen que la identidad y expresión de género están relativamente fijas a los cinco años de edad. A los once o doce años, si un niño sigue insistiendo en una identidad transgénero, es casi seguro que persistirá. Según esta visión, intentar revertir una identidad transgénero es tan brutal y dañino como intentar cambiar la orientación sexual, y resulta en mayores riesgos de abuso de drogas y alcohol, depresión e intentos de suicidio.

Por eso cada vez hay más reportes de padres que permiten que niños confundidos con su género reciban terapia hormonal para retrasar la pubertad indefinidamente hasta que puedan decidir si desean someterse a una cirugía de reasignación de género.

¿Por qué? Porque la afirmación moral de que “ser transgénero es bueno” es tan intensa que se considera permisible alterar quirúrgicamente el cuerpo de un niño para que coincida con su sentido interno de identidad, pero se considera intolerante intentar cambiar su sentido de identidad para que coincida con su cuerpo. Sin embargo, debemos hacer la pregunta obvia: Si está mal intentar cambiar la identidad de género de un niño (porque se considera fija, y manipularla es dañino), ¿por qué es moralmente aceptable alterar algo tan fijo como el cuerpo biológico de un menor?

La inconsistencia moral es evidente.

Es precisamente aquí donde la visión cristiana de la humanidad tiene tanto que ofrecer. La Biblia nos proporciona un suelo firme bajo nuestros pies para que no tengamos que adivinar lo que significa ser hombre y mujer, y para que los padres no añadan aún más confusión a la confusión de sus hijos. El espíritu de esta época nos dice que criar a un niño como niño puede ser cruel y abusivo si ese niño desea comportarse como una niña. El género es una historia de “elige tu propia aventura”, y el deber del padre es hacerse a un lado y dejar que ocurra.

La visión cristiana es muy diferente de esto, y al mismo tiempo muy liberadora y afirmadora de lo que realmente fuimos creados para ser delante de Dios. Según la perspectiva bíblica, cada ser humano ha sido creado a imagen de Dios. Dios no nos hizo autómatas sin género ni diferenciación. Por el contrario, nos hizo varón y hembra (Génesis 1:26–27), y esa distinción biológica fundamental nos define.

Las normas de género, por lo tanto, tienen su raíz en la buena creación de Dios y se revelan tanto en la naturaleza como en la Escritura. La tarea de criar hijos requiere entender esas normas e inculcarlas en nuestros hijos, incluso en aquellos que experimentan profundos conflictos sobre su “identidad de género”. Esta es una disciplina de decir la verdad que se basa en la conexión normativa de la Biblia entre el sexo biológico y la identidad de género. Pero esto supone que sabemos lo que enseña la Biblia sobre la masculinidad y la feminidad.

Y eso nos lleva a nuestra segunda obligación. No solo debemos decir la verdad, sino también discipular en cuanto al género.

2. Discipulado en cuanto al género
Si es cierto que Dios revela las normas de género según el sexo biológico, entonces hacer discípulos y criar hijos necesariamente implica enseñarles a vivir conforme a las normas bíblicas de la masculinidad y la feminidad. Cristiano, esto necesariamente nos coloca en una postura contracultural.

Pero también nos plantea una pregunta: ¿Qué hacemos con las definiciones culturalmente codificadas de género? ¿La hombría equivale al machismo? ¿Deben todos los hombres disfrutar los deportes, el aire libre, gruñir y dejar la tapa del inodoro levantada? ¿Esos estereotipos representan la masculinidad, o hay algo más? ¿La feminidad equivale a una pasividad sin opinión? ¿Deben todas las mujeres enfocarse en su apariencia, las compras y los zapatos lindos? ¿O hay algo más?

La respuesta de algunos ha sido reprender a quienes equiparan las normas culturales con las normas bíblicas. “¿Cómo te atreves a decir que un hombre no puede usar pantalones ajustados? No hay ninguna prohibición bíblica sobre los pantalones ajustados. Eso es solo tu prejuicio cultural.” A lo cual alguien podría responder: “Entonces, ¿está bien que un hombre use vestido y lápiz labial? ¿Eso también es solo prejuicio cultural?” En otras palabras, el desafío transgénero nos obliga a definir la relación entre la identidad de género bíblica y las expresiones culturalmente codificadas de esa identidad.

Sin embargo, el desafío transgénero no nos permite declarar las expresiones de género culturalmente codificadas como asuntos indiferentes.

Esto significa que seremos llamados a alinear nuestra conciencia con las normas bíblicas de género. No, la esencia de la hombría no está definida culturalmente. Las normas bíblicas siempre han sido las mismas: el fruto del Espíritu expresado en liderazgo servicial, sacrificio, protección y provisión.

Discipular a los hombres y criar a los niños significará formar varones que definan su masculinidad según estos ideales. De igual forma, la esencia de la feminidad no debe ser definida culturalmente. Debe estar marcada por el fruto del Espíritu expresado en las normas bíblicas de ayuda, dominio sobre la creación, y una responsabilidad principal en el hogar y la crianza de los hijos.