¿Podría Cristo haber pecado?
LO QUE HIZO IMPOSIBLE QUE ÉL PECARA NO FUE SU NATURALEZA DIVINA COMO AGENTE ACTIVO, SINO EL HECHO DE QUE ÉL ES EL HIJO, EN RELACIÓN CON EL PADRE Y EL ESPÍRITU, Y COMO EL HIJO, ÉL HABLA, ACTÚA Y ELIGE, GOZOSA Y VOLUNTARIAMENTE, OBEDECER A SU PADRE EN TODAS LAS COSAS.
¿Pudo Cristo haber sido tentado? Y si fue así, ¿podría haber pecado?
Una pregunta teológica crucial en la cristología es: ¿podría Jesús haber pecado? Esta pregunta no es fácil de responder y, como tal, requiere una reflexión cuidadosa, dado el abanico de temas implicados.
Históricamente, la cristología clásica ha sostenido que nuestro Señor Jesucristo experimentó la tentación como nosotros, pero que la enfrentó como alguien que no podía pecar, de ahí la afirmación de la impecabilidad de Cristo (non posse peccare). El informe minoritario, por otro lado, sostiene que Jesús experimentó la tentación y que, aunque nunca pecó, era capaz de hacerlo, por lo tanto se afirma la pecabilidad de Cristo (posse non peccare).
Ambos puntos de vista admiten que, al tratar esta cuestión, se debe hacer justicia a las siguientes verdades bíblicas:
(1) Jesús nunca pecó realmente. La Escritura es clara en este punto, por lo que el asunto es si Jesús podría haber pecado, no si efectivamente pecó.
(2) Jesús fue tentado, y sus tentaciones fueron genuinas (Lucas 4:2; Hebreos 4:15; 5:5–7). De hecho, Kevin Vanhoozer observa astutamente cómo los Evangelios comienzan y terminan con la tentación de Cristo: “La narrativa de la tentación al comienzo del ministerio de Jesús (Lc. 4:1–13) es una muestra del mismo sufrimiento activo que marca otra narrativa de tentación (Lc. 22:39–46), junto con la narrativa de la pasión, al final.” Se debe afirmar, entonces, la autenticidad de las tentaciones de Jesús: como el Hijo obediente, desde el inicio de su ministerio hasta la cruz, enfrentó pruebas, tentaciones y sufrimientos por nosotros. Cualquier perspectiva que minimice la realidad de sus tentaciones es inconsistente con la Escritura.
Sin embargo, debemos añadir una advertencia: debemos afirmar fuertemente la realidad de las tentaciones de Cristo, pero no debemos equipararlas con las nuestras en todos los aspectos. ¿Por qué? Porque, por mucho que Jesús sea como nosotros, también es absolutamente único, y sus tentaciones reflejan este hecho. Por ejemplo, Jesús fue tentado a convertir piedras en pan, una tentación que los seres humanos normales no enfrentamos. Fue tentado a usar sus prerrogativas divinas en lugar de caminar por el camino de la obediencia, y eligió vivir en dependencia del Padre para poder convertirse en nuestro Sumo Sacerdote misericordioso y fiel (Heb. 2:17–18). Además, enfrentó la tentación en Getsemaní, pero no por algo dentro de sí mismo, ya que él era perfectamente santo y justo. A diferencia de nosotros en nuestra condición caída, en Cristo no había una predisposición al pecado ni amor por él. La tentación que enfrentó fue única para él como el Hijo, y fue única para él como nuestro portador del pecado. Él reaccionó con total legitimidad ante la perspectiva de perder la comunión con su Padre por un tiempo; como hombre, con razón deseaba evitar la muerte de esta manera por muchas razones. Nunca debemos negar que las tentaciones de Cristo fueron reales, de hecho, más reales de lo que jamás podríamos imaginar o experimentar, pero también debemos afirmar que fueron absolutamente únicas para él.
(3) Dios no puede ser tentado por el mal y Dios no puede pecar (ver, por ejemplo, Santiago 1:13).
A partir de estas tres verdades bíblicas, debe responderse la pregunta sobre la impecabilidad o pecabilidad de Cristo. Si se afirma (2), parecería que el Hijo, al hacerse hombre, podría pecar. Después de todo, como argumenta la posición de la pecabilidad, si Jesús no pudiera haber pecado, ¿cómo podría ser realmente como nosotros? Sin embargo, dado que la persona de la encarnación es el Hijo divino, ¿no se aplicaría (3) a él y, por tanto, le haría incapaz de pecar? El desafío, en última instancia, es mantener simultáneamente las tres verdades sin minimizar ninguna de ellas. ¿Cómo lo lograremos?
NO PUEDE PECAR
Nuestra respuesta es que la posición de la impecabilidad es la mejor. ¿Por qué? Primero, establezcamos la base teológica para ello, trabajando dentro de los parámetros de la cristología clásica, y luego ofrezcamos una breve defensa. Teológicamente hablando, si consideramos a nuestro Señor únicamente como el hombre Cristo Jesús, aunque su naturaleza humana fuera no caída y sin pecado, él, sin embargo, como el primer Adán, podría pecar. En este sentido, podemos decir que la naturaleza humana no caída de Jesús era pecable.
Pero hay más en la identidad de Jesús que esto, especialmente cuando pensamos en el quién de la encarnación. Jesús no es simplemente otro Adán o incluso un Adán superior, lleno del Espíritu. Él es el último Adán, la cabeza de la nueva creación, el Hijo divino encarnado, y como el Hijo, le es imposible pecar y ceder a la tentación, porque Dios no puede pecar. Detrás de esta afirmación está el hecho de que el pecado es un acto de la persona, no de la naturaleza, y en el caso de Cristo, él es el Hijo eterno. Como bien nos recuerda Macleod: “Si él pecara, Dios pecaría. A este nivel, la impecabilidad de Cristo es absoluta. No descansa en su dotación única del Espíritu ni en la indefectibilidad del propósito redentor de Dios, sino en el hecho de que él es quien es.”
En última instancia, la explicación de por qué Jesús no pudo haber pecado, al igual que la explicación de cuándo y cómo actúa y conoce, es trinitaria. Lo que hizo imposible que él pecara no fue su naturaleza divina como agente actuante, sino el hecho de que él es el Hijo, en relación con el Padre y el Espíritu, y como el Hijo, él habla, actúa y elige, gozosa y voluntariamente, obedecer a su Padre en todas las cosas. Herman Bavinck capta bien esta lógica: “Él es el Hijo de Dios, el Logos, que estaba en el principio con Dios y que es Dios mismo. Él es uno con el Padre y siempre lleva a cabo la voluntad y la obra de su Padre. Para quienes confiesan esto de Cristo, la posibilidad de que él peque y caiga es impensable.”
De hecho, es esta verdad la que proporciona la base y la seguridad de la indefectibilidad del plan soberano de Dios, y en última instancia explica por qué, en Cristo, todos los propósitos graciosos de Dios no pueden fallar. Es también la razón por la que el último Adán es mucho mayor que el primero, y, gracias a Dios, por la que la redención que él asegura es gloriosamente mejor en todos los sentidos imaginables.