A principios de agosto, mi esposa y yo recibimos con gozo la noticia de que ella estaba embarazada. Esperábamos a nuestro cuarto hijo. Dios estaba añadiendo otra flecha a mi aljaba. Vimos a nuestro bebé en el ultrasonido. Les compartimos la buena noticia a nuestros hijos, amigos y familiares. Pero en la siguiente cita médica, recibimos la devastadora noticia de que habíamos perdido al bebé.

Ambos experimentamos un dolor que nunca antes habíamos sentido. Por supuesto, pensé en la historia de Job, quien perdió tanto y aun así bendijo al Señor. Pero había cierta desconexión entre la pérdida descrita en Job y lo que nosotros estábamos viviendo. Job conocía a sus hijos; eran parte de su vida. Los crió, los instruyó, compartió recuerdos con ellos. Yo también sentí eso cuando fallecieron mis abuelas: mi dolor estaba relacionado, en parte, con los recuerdos y el tiempo compartido. Pero no llegamos a conocer al niño en el vientre de mi esposa. No tenemos fotos de vacaciones, adornos de Navidad, dibujos hechos con pintura de dedos ni ningún objeto tangible para aferrarnos. ¿Por qué, entonces, hay un dolor tan profundo por alguien a quien no conocimos? ¿Por qué lloramos cuando no compartimos recuerdos con esa persona? ¿Qué derecho tenemos a decir, junto con Job, “El Señor dio, y el Señor quitó; ¡bendito sea el nombre del Señor!” cuando ni siquiera podemos describir con claridad lo que perdimos?

Una noche, mientras hablábamos y llorábamos juntos, abrí un libro titulado Every Moment Holy de Douglas McKelvey y comencé a leer una liturgia llamada “Pérdida de un ser vivo”. Una frase decía: “Hicimos espacio en nuestras vidas, espacio en nuestro hogar, espacio en nuestros corazones para dar la bienvenida a tu creación única…” No tenemos nada tangible que sostener, pero hicimos espacio en nuestros corazones y vidas para este hijo. Ese es el origen de nuestro dolor. El espacio que hicimos ahora se siente vacío. No tenemos recuerdos de quién era nuestro hijo, pero sí tenemos recuerdos del espacio que hicimos en nuestros corazones. Y damos gracias a Dios por esos recuerdos.

Doy gracias por las conversaciones que tuve con mi esposa al planear cómo sería la vida con otro hijo. ¿Dónde lo acomodaríamos en nuestra pequeña casa? ¿Aún recuerdo cómo cambiar pañales? ¿Cómo administraríamos las actividades de nuestros otros hijos mientras cuidamos a un recién nacido? Sabíamos que todo saldría bien.

Doy gracias por el recuerdo de la emoción de mis hijos al saber que tendrían un nuevo hermanito o hermanita. Y doy gracias por el ejemplo que dio mi esposa al modelar un duelo bíblico, enseñándoles que podemos confiar en Dios en medio del sufrimiento. Doy gracias por los amigos, familiares, miembros de la iglesia y del grupo de comunidad que se alegraron con nosotros al recibir la noticia del embarazo. Y también doy gracias por quienes han llorado con nosotros en este tiempo de pérdida.

Al seguir leyendo la liturgia, la emoción me impidió continuar, y mi esposa tomó el libro y leyó donde yo había dejado. Una lágrima mía dejó una marca en la página justo mientras ella leía estas palabras:
“Ahora esta etapa compartida de nuestras vidas ha terminado por la muerte. Nuestros corazones no estaban preparados para tal pérdida, y estamos profundamente afligidos. Aun así, Padre celestial, te damos gracias por la vida que fue, por el regalo de un ser viviente tan fácil de amar. Damos gracias por las muchas bendiciones de haber conocido a esta criatura, y por la huella persistente de tan querida presencia en nuestras vidas.”

La pérdida que hemos vivido no es algo desconectado de nuestras vidas, porque este hijo que partió se ha convertido en parte central de ella. Dios nos confió un regalo maravilloso, aunque fuera solo por un tiempo breve. Ahora confiamos en Dios, quien es un cuidador mucho mejor de lo que jamás podríamos ser. La gracia de Dios abunda en nuestras vidas, y por eso podemos decir con gozo, junto con Job:
“El Señor dio, y el Señor quitó; ¡bendito sea el nombre del Señor!” — Job 1:21

Mi esposa y yo decidimos compartir abiertamente el aborto espontáneo con nuestros amigos, familia e iglesia. Lo hicimos porque este hijo es parte de nuestra familia y merece ser reconocido como tal por quienes nos rodean. Es un hijo que merece ser amado, llorado y extrañado por quienes nos conocen. También fuimos abiertos porque sabíamos que la vida cristiana está diseñada para ser vivida en comunidad, tanto en tiempos de bendición como en tiempos de lamento. En este proceso, he aprendido algunas cosas que creo útiles para el ministerio pastoral:

1. Esté atento.
Cuando fuimos a nuestra última cita médica, una partera nos dijo que una de cada cuatro embarazos termina en aborto espontáneo. Me sorprendió la estadística. Eso significaba que muchas más familias en la iglesia que pastoreo han sufrido este dolor de lo que yo imaginaba. Hay muchas personas que sufren en silencio. Personas que no se sienten cómodas compartiendo sus vidas, pero que están en urgente necesidad de ayuda. No temas preguntar si alguien está bien. Pastores, estén atentos a quienes han cambiado su semblante. Hay dolientes silenciosos entre ustedes.

2. Sea vulnerable.
Al abrir nuestras vidas, encontramos amigos que compartieron con nosotros sus propias historias de pérdida. Nos agradecieron por poner en palabras lo que ellos también vivieron, porque eso validó su dolor. Nuestra vulnerabilidad nos ha acercado más a quienes servimos. Ser líder no significa que nunca debes mostrar tu sufrimiento. He descubierto que es útil para otros ver que tú también necesitas ánimo y ayuda. Pastores, no teman ser vulnerables.

3. Esté presente.
Parte del mejor consuelo que recibimos no vino por palabras de consejo, sino por amigos que simplemente estuvieron con nosotros, y por saber que estaban sufriendo junto a nosotros. Hay una esperanza y una sanidad poderosas cuando estás rodeado de quienes lloran contigo (Romanos 12:15). Pastores, asegúrense de tener una actitud de bienvenida hacia quienes sufren, para que puedan ofrecer esa presencia en sus vidas.

Soli Deo Gloria. A Dios sea la gloria, incluso en el aborto espontáneo.