SI SOLO DESCRIBIMOS NUESTRO ENOJO COMO PECADO, NO OBTENDREMOS LA PERSPECTIVA NECESARIA PARA SUPERARLO.

La vida de una planta está en sus raíces. Puedes dañar sus hojas y ramas, incluso su tallo, y la planta aún puede sobrevivir. Pero si matas la raíz, matas la planta. En cierto sentido, la parte principal de la vida de una planta es la parte oculta.

Así es como funciona el enojo. La parte que ves no es su vida principal. Las partes visibles—rostros enrojecidos y pulsos acelerados, palabras duras y suspiros forzados, voces elevadas y puños cerrados—son expresiones de algo más profundo. Algo en las raíces. Algo en el corazón.

Entonces, ¿qué es eso que está en el corazón? ¿Cómo llamamos a esa condición de raíz que lleva a expresiones pecaminosas de enojo?

Si usamos un término demasiado genérico, no avanzaremos mucho. Si describimos nuestro enojo simplemente como pecado, no obtendremos la perspectiva necesaria para superarlo. El enojo, en su forma habitual, ciertamente implica pecado. Pero el reconocimiento genérico generalmente no lleva más allá de un arrepentimiento genérico. Necesitamos más discernimiento sobre la forma particular en que nuestros corazones están pecando, lo que se traduce en expresiones de enojo.

El discernimiento del corazón comienza con un poco de agua fría en un rostro acalorado. Una fuente muy útil de agua fría es Santiago 4:1-10. En este pasaje, Santiago obliga a sus lectores a despertar a la realidad que subyace a su enojo. “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones las cuales combaten en vuestros miembros?” (Santiago 4:1).

Aquí está mi punto principal: necesitamos un discernimiento humilde de nuestros propios corazones para entender nuestro enojo. Este discernimiento es un don del Espíritu Santo que debemos buscar.

El discernimiento es la capacidad de hacer distinciones, de diferenciar entre lo correcto e incorrecto, lo adecuado e inadecuado, lo bello y lo repulsivo. En otras palabras, tu corazón está afinado para percibir la diferencia entre lo que agrada y lo que desagrada al Señor (Rom. 12:1–2; Fil. 1:9–11). Este discernimiento es parecido a la habilidad de un soldado equipado con gafas de visión nocturna en un lugar oscuro. Puede observar mejor las características de su entorno porque distingue mejor entre diferentes tipos de oscuridad.

Santiago dice a sus lectores que apunten esas gafas no hacia afuera, sino hacia adentro. Les dice que disciernan los diferentes tipos de oscuridad en sus propias almas. Específicamente, insiste en que los cristianos distingan los deseos dominantes que son la raíz—la vida—de su enojo (Santiago 4:1–4). Esto no es un ejercicio de autoayuda. Es un acto de sumisión radical. Es, con humildad, entregar a la voluntad de Dios aquello que encontramos más precioso. Santiago dice que Dios desea celosamente que Su Espíritu sea quien habite y gobierne nuestros corazones (Santiago 4:5). No nuestros deseos. Él dará toda gracia para establecer esto. Y se opondrá a todo desafío contra ello (Santiago 4:6–10).

¿Cómo practicamos este discernimiento? Lo principal es tener suficiente confianza en la obra de Dios en nosotros a través de Cristo para obedecer los mandatos claros del pasaje, que incluyen detalles como “someteos, pues, a Dios” (Santiago 4:7), “acercaos a Dios” (Santiago 4:8) y “limpiad vuestras manos . . . y purificad vuestros corazones” (Santiago 4:8), que pueden resumirse en el mandato final: “Humillaos delante del Señor, y Él os exaltará” (Santiago 4:10).

Permíteme ofrecer algunas sugerencias prácticas para rastrear nuestro enojo hasta los deseos dominantes de nuestros corazones. Esto es algo que solo el Espíritu de Dios puede conceder mediante el discernimiento, pero lo hace a través de medios. Esos medios incluyen nuestros esfuerzos para humillarnos identificando y negando los deseos que nos han capturado.

A veces es más fácil hacerlo cuando reconocemos que el enojo no es un problema aislado. Las malas raíces conducen a malos frutos en más de una rama. A veces, nuestro enojo es tan automático en nuestras respuestas que es difícil discernirlo. A veces comenzar con otra rama ayuda. Todo conduce al mismo corazón.

Rastreando Tu Ansiedad
La ansiedad es una experiencia tan común que las Escrituras siempre nos están diciendo que no temamos, sino que confiemos en el Señor (Mat. 14:30–31; Fil. 4:4–7). La ansiedad es una forma de temor, una que agarra el alma.

Las personas tienden a estar más irritables respecto a lo que más temen perder. Rastrear ese temor puede dar pistas sobre lo que también podría estar alimentando tu enojo. Si un profesional está constantemente ansioso por su desempeño laboral, probablemente se enoje con cualquiera que lo obstaculice. Si una persona está ansiosa por la seguridad en una relación, se enojará ante cualquier señal de distancia o indiferencia. Si un joven adulto está ansioso por ser independiente, se enojará con cualquiera que amenace su sentido de autonomía, incluso si esa persona solo intenta ayudar.

Mi punto es que a veces nuestra ansiedad nos da pistas sobre nuestro enojo. Tal vez podamos comenzar buscando al Espíritu en oración o conversando con amigos de confianza sobre lo que nos tiene tan ansiosos—esto podría revelar lo que estamos aferrando con un puño cerrado ante el Señor.

Rastreando Tus Desánimos
El desánimo es otra experiencia tan común que los escritores bíblicos constantemente animan a los creyentes a no desmayar (Lucas 18:1; 2 Cor. 4:16). El desánimo también agarra el alma con una mano pesada.

El desánimo deja a las personas vulnerables, debilitadas y, a menudo, irritables. Aquello que te deprime puede revelar algunos de tus deseos y expectativas más profundos sobre la vida. Cuando nos sentimos sin esperanza de poder realizar esos deseos que anhelamos, podemos caracterizarnos por la amargura, el resentimiento y una ira abierta ante la injusticia de todo. Un adolescente se desanima al no ser tan socialmente incluido como quisiera, por lo que arremete contra todos a su alrededor. Una música acaba de ser superada en la posición que deseaba, por lo que está constantemente irritable con su familia. Un esposo está decepcionado con cómo ha resultado su carrera, por lo que siempre está al borde de la furia.

Mi punto aquí es que aquello que más nos desanima puede indicar una posible fuente de nuestra ira. Por lo tanto, aquí también aprendemos a hablar con Dios y con amigos cristianos de confianza sobre nuestros desánimos y a admitir cuando esos desánimos han derivado en ira pecaminosa. El Señor será amable con cualquiera que desee identificar estas conexiones y dejar de ser gobernado por deseos egoístas.

Rastreando tu relaciones rotas

Las relaciones rotas son una realidad en un mundo quebrantado. Las Escrituras también reconocen esto en sus innumerables exhortaciones a buscar la paz unos con otros y a perseverar en amarnos mutuamente en la medida en que nos sea posible (Rom. 12:16-21; 1 Pedro 3:8-12).

A veces, una relación rota es una pista de lo que puede estar desequilibrando el resto de tus relaciones. Tal vez has sido agraviado y ese agravio no se ha resuelto. Esto puede ser amargo y frustrante, y podrías estar cargando esa frustración de formas que no percibes completamente. Un hijo adulto está distante de un padre que siempre tuvo expectativas injustas. Un hermano está distante del resto de la familia porque piensa que ellos se consideran mejores que él. Un amigo se siente abandonado por otro amigo después de haber compartido tanto de sus vidas juntos. El dolor en estas relaciones puede estar relacionado con una actitud general de enojo hacia el mundo.

Mi punto aquí es que estas relaciones rotas pueden revelar esperanzas y deseos a los que estamos aferrados con tanta fuerza que nos volvemos iracundos y defensivos sin ellos. Aquí también aprendemos a identificarlos delante del Señor, quien es infinitamente compasivo con nuestro dolor. Solo hay que leer los innumerables salmos sobre el dolor relacional (ver Salmos 22; 31; 35). Confiar esos deseos al Señor te permitirá perdonar en tu corazón según sea apropiado y realmente debilitará la ira.

Conclusión

Quiero concluir reiterando que el discernimiento del propio corazón es un don del Señor, uno que no se da solo una vez, sino en una sucesión de profundas revelaciones. Si buscas esta sabiduría, la encontrarás. Esta es la promesa de Dios. Creer esto hará que tu lucha contra la ira pecaminosa sea exitosa.